29/12/18

Al sur (fragmento de la novela Yo estuve en el Diluvio) - Leticia Otazúa


La vida atravesó las edades y nació Marlene. Nació bailando.
Temprano, miraba sus brazos y decía: “¡este mecanismo es una maravilla!”. Y bailaba.
Bailaba. Alimentó su cuerpo con perfumes, esencias y ternura, y en cuanto pudo, lo
compartió en el amor. En ocasiones, sus compañeros quisieron engañarla con mentiras
mundanas, provocando sus celos y enojos. Ella aceptó enojarse pero no dejó de amar.
“¿A quién se le habrá ocurrido que el amor se asegura?”, me decía una y otra vez con su
encantadora sonrisa. Y la sonrisa respondía a su pregunta retórica. A esa sangre de la
abuela Elsa que corría en ella, sangre que escandalizó otras épocas, que soportó golpes y
humillaciones, Marlene la transformó en arte de amar.
Su inclinación artística y trashumante la llevó a recorrer el mundo con las compañías que la
contrataban. No todos fueron éxitos, pero el movimiento la nutrió siempre. Desde el
momento en que pisaba tierra nueva se sentía renacer, jugaba a ser otra. Siendo tantas se
encontraba a sí misma.
En una de sus funciones fue madre y tuvo una niña delgada y grácil como ella, pero con
ojos tan profundos que había que respirar hondo para sostener su mirada. La niña de
Marlene nació amarrada a la tierra, vino con raíces en los pies. Y una vez habló en el
idioma de la sensatez: “Acá me quiero quedar”, dijo. Su madre al comienzo no entendió y
siguió boyando un tiempo entre ciudades y amorosos brazos, mientras su niña le seguía el
vuelo con sus ojos negros. Hasta que el hilo de su barrilete se fue juntando de a poquito y
aprendió a bailar en el mismo lugar.
Pueblo antiguo el que eligió Marlene, pueblo de piedra y tierra, de ladrillos desparejos que
copian el color del suelo. Soleado siempre con sol de siesta.
Los paisanos andan con la cabeza gacha, vigilan que sus pies sigan llevando el ritmo de un
paso después de otro, entre una y otra piedra del camino. Los pensamientos, circulares y
lentos, siguen a los pasos. De vez en cuando, un paisano levanta la mirada y la suspende en
las montañas; ve más allá de las cuestiones cotidianas, y luego vuelve a ellas para
comprobar que todo siga igual: el sol, las imperturbables montañas, el cielo lejano.
Los turistas detienen sus travesías en el pueblo de Marlene, bajan de los vehículos para
alborotar el silencio de las calles, sacar fotos a las casas detenidas y filmar los rostros
impasibles de los lugareños que guardan con cuidado el dinero derramado, a sabiendas de
que debe durar hasta el próximo contingente. Ese escaso dinero les permitirá comer,
alumbrarse un poco y sostener la vida en los hogares, donde a puertas cerradas se practica
el ritual de la servidumbre: mujeres que sirven a los hombres cuando están bebidos y
cuando no, mujeres que no saben que podrían salir de allí con pasos de baile, poquito a
poco y con disimulo, hasta perderse más allá de las montañas sin otra obligación que
servirse a sí mismas. Pero se quedan bajo el peso del silencio que cae sobre sus hombros
encalleciendo el cuerpo y achicando el alma. Se quedan, quizás, porque sus madres y sus
abuelas se han quedado junto a los hombres que las eligieron.
Cuando Marlene llegó bailando con una niña de ojos profundos de su mano, levantaron la
mirada con pesadez de mula y el convencimiento de que el tiempo y la tierra del lugar
harían su trabajo.
Que dio comienzo cuando Marlene se enamoró del primer lugareño joven que la envolvió
en su poncho seductor. A pesar de su experiencia y sus hábitos libres, tal vez cediendo al
embrujo del lugar, se acurrucó entre los humos delirantes del placer, mojadita de vino,
adormeciendo hasta los sueños.
Y el poncho seductor abrió los brazos como para cubrirla pero debajo se hizo la noche. Un
pájaro negro de pico y garras inclementes ocupó su lugar; se oscureció la habitación de una
sola vela. El hombre mostró otro rostro, otra mirada y otra intención.
Días eternos se alimentó el pájaro de las ideas y los sentimientos de la mujer. Unas y otros
arrancaba despacito, simulando ternura, dando tregua necesaria para que se ablandaran y
entregaran a su hambre voraz. Luego, los masticaba. “¿Cuándo una idea brillante saldrá de
ti?” “Jamás he oído nada que valiera la pena.” “No eres tan buena como dices, mira lo que
has hecho.” “No llegarás a ninguna parte con tan pocas fuerzas.” “Sin mí, no eres nada.”
Y Marlene se cubrió de tierra para ser del lugar, se empequeñeció, aprendió a arrastrar los
pies, encorvó la espalda, se calzó la mirada de animalito asustado.
Pero su niña observaba todo. Y un día dijo: “Mamá, vámonos de acá”. La joven madre giró
lentamente la cabeza, se detuvo un largo rato en aquellos ojos que le recordaban algo,
antiguo y sepultado. Le costaba reaccionar, pero su hija volvió a decir: “Ya vámonos,
mamá”.
Las mujeres anteriores a Marlene, las que hablaban en su sangre y las que gastaron las
piedras con sus pies cansados se juntaron; el silencio de tantas mujeres golpeadas y
humilladas ejerció presión en su garganta. Un grito ancestral tomó a su niña de la mano,
atravesó montañas, movilizando espíritus, ahuyentando sombras, despertando a la tierra,
llamando a los duendes, sacudiendo tallos y flores mientas cuatro pequeños pies pasaban a
la carrera, hacia el sur, hacia la tierra de las mujeres fuertes.
Al pájaro las alas no le alcanzaron para volverla, porque apenas pisó el sur, Marlene fue
envuelta por la fortaleza femenina, miles de brazos sabios forjaron el cerco que la escondió
hasta que pudiera limpiarse y recuperar los pasos de baile.
Al ver que no llegaba con las alas, el pájaro negro envió al sur su triste historia de niño
golpeado y torturado, de inocencia mancillada por su propio padre. Envió la historia
buscando compasión y un lugar en la belleza de Marlene.
Pero el abrazo de todas le aclaró la visión. Y la mujer recuperada pudo otra vez, como
siempre, perdonar y volver a amar.
Aunque ya no al mismo hombre.

26/12/18

Lo importante - Nina Ferrari

¿Nunca te preguntaste cómo sería tu vida,
si hubieras podido elegir?

Lo importante es que lo tengas,
Me dice Marta, la vecina de al lado. Que vivió toda la vida golpeada por su marido policía, violentada por el silencio cómplice de los vecinos y de sus hijos . Hasta el último día guardaron silencio, y ahora viuda ella, y grandes ellos, le ocupan su casa, le dejan los chicos y la retan por cómo los malcría . Y, por supuesto, ningunean cualquier opinión que tenga, callate ma, vos qué sabes.

-Claro, lo importante es que lo tengas, asiente Emilia, la de enfrente, que quedó embarazada la única vez que tuvo sexo con un hombre. Ese hombre que nunca supo que tenía una hija. Porque decírselo ya a los 7 meses, después de la panza fajada, la vergüenza escondida y el ahogo del secreto, era ya un escándalo.

-Pensá en todas las que quieren y no pueden, pobres - dice Ana, que se casó dos veces y dos veces se divorció por ser estéril, y entonces eso la volvió desechable.

-Mira, vos tenelo, y después ves, Dios prooverá, dice Hilda, que es la abanderada de los abandonos: primero su padre, que nunca supo quién era, y después su madre, que la dejó en un orfanato cuando empezó a contar en la escuela, que el padrastro la tocaba. Cuando creció, se refugió en la iglesia, se hizo cristiana, y tuvo ochos hijos seguidos sin saber nunca lo que es un orgasmo. Y cuando el séptimo, varón, (después de seis nenas) falleció de leucemia, un pedazo de su vida se fue con él. Y la dejó para siempre. Hilda hoy es como una cáscara rota que finge sonreír para afuera. Y por la noche, cuando nadie la ve, llora en la almohada y se pregunta "Dios Mío, Dios Mío ¿por qué me has abandonado"?

-Claro, vos pensá que es un regalo, y un regalo no se puede despreciar, dice Aida , que anda preocupada por Daniela, porque se llevó las doce materias y sale con un pibe que anda en la pesada. Daniela le dice mamá, pero en realidad es la abuela. La mamá se la dejó a los dos meses de nacida porque se fue a Brasil con un productor para poder cumplir su sueño de bailarina. Y cuando Daniela le pregunta por mamá , ella le muestra unos recortes trucados, donde aparece como ganadora exitosa de los premios Estrella de Mar. Porque Aida no se anima a contarle que sospecha que terminó bailando en un burdel de mala muerte.

-Ya te vas a dar cuenta, que es lo único que importa en la vida, que si nace sanito ya estás en deuda con la Vida para toda la vida- dice, redundante, Vanesa, que tuvo a Maxi, con parálisis cerebral por la mala praxis del parto. Que cuando se va en el micro para la escuela aprovecha para sentarse en el sillón y llorar sin que nadie la vea, amargada de saber lo perdido que va a estar cuando ella ya no esté .

- Mirá nena, lo importante es que lo tengas, esto no se puede elegir, ya está. Es la que nos toca. Es así- Afirma con vehemencia Leonor.

Aunque el padre decida que mejor no lo tiene, o que sí, le ponga el apellido, pero venga a verlo cada quince días.

Aunque no te dé un peso pero después se vaya de vacaciones con la otra familia y se compre de todo.

O te mienta que no puede verlo porque está enfermo, porque le tocó guardia o le duele el pelo. Y se vaya de juerga por ahí, y se tome todo el sueldo, mientras vos tenés que seguir pidiendo fiado.

Aunque no tengas donde dejarlo, aunque te miren mal si lo llevas al trabajo.
Aunque quieras estudiar, o viajar, o salir. Y no encuentres cómo.

Aunque tengas que dejarlo catorce horas con una extraña para ir a trabajar doce, y cuando llegues esté dormido.

Entonces, todas, rodeándome, al unísono:

Aunque no tengas casa,
aunque no tengas trabajo,
aunque no hayas cumplido ni un sueño,
aunque no tengas sostén,
aunque no tengas
el deseo ni la necesidad.

Es así, mamita, es la que nos tocó. Esto no se elige. Agua y ajo.

Lo importante, es que lo tengas.

17/12/18

Sandra - Valeria Novello

Aquella mañana Sandra se despertó con la expectativa de tener un posible empleo.
Recién llegada de Perú, conoció a Nicolás, su compañero de pensión, quién le había
dicho que el trabajo era para cuidar a unos nenes. Estaba ilusionada con estudiar
medicina y ayudar a su familia. -Mami, ya vas a ver cuando vuelva con el título y
podamos tener nuestra casa- le decía con una seguridad, que solo tienen las personas
cuya convicción va más allá de cualquier pronóstico.
Él la acompañó hasta la puerta del lugar, era un edifico viejo y deshabitado, y le
presentó a un sexagenario apurado, prepotente, con una mirada esquiva y una sonrisa
exagerada. La saludó con un beso de esos que dan ganas de lavarse la cara por lo
húmedo, pegajoso y lascivo, acompañado de un apretón de brazo que afirmaba querer
controlar la situación. Su compañero se despidió, excusándose que se le hacía tarde en
el trabajo y se fue.
Entremos que no tengo mucho tiempo, así te explico como es la cosa chiquita le dijo
el hombre.
Cuando ingresaron el olor a humedad invadió los sentidos de la joven y tuvo nauseas
que se potenciaron porque no había desayunado más que unos mates. Ambos se
sentaron en unas sillas viejas y sucias de polvillo.
Él empezó a hacer comentarios sobre su belleza, que la calle estaba dura, que ella
necesitaba a un hombre más grande para protegerla… La chica quería hablar sobre la
tarea que iba a realizar, pero no deseaba ser descortés y cambiar abruptamente de
tema. Él le ofreció un cigarrillo que ella no aceptó y comenzó a sentirse incomoda por
lo dilatado de la situación. Él se acercó y con una caricia en la cara, que la sobresaltó, le
dijo que la quería a ayudar.
De repente entraron dos hombres de aproximadamente treinta años, saludaron a la
joven de la misma forma que el viejo y se sentaron con desfachatez.
Me están esperando mintió la joven— por favor me podría decir…
Ellos se reían con una mueca siniestra.
Para querida ¿Por qué tanto apuro?
El que estaba detrás de la joven se le acercó y le toco los senos, ella se paró y caminó
en dirección a la puerta, el otro corrió y le tapó la entrada.
Tenés que ser más dócil chiquita, así no nos vamos a entender.
Sandra sentía que no podía sostenerse en pie, las piernas le temblaban y sospechaba
que por la fuerza no iba a salir de ahí.
Es que me gustaría saber cuándo podría conocer a los niños… yo tengo mucha
experien…
El que la tocó, volvió a acercarse. En ese momento se escuchó una llave, que
levantaban la persiana del frente y dos voces. El veterano le dijo a uno:
Fijate.
El hombre salió de la oficina y regresó enseguida:
Es el arquitecto que viene a medir para la remodelación.
Bueno chiquita, andá.
Ella no sabía que hacer, pero su instinto le ordenó que debía irse. Salió y corrió sin
parar hasta que llegó a la pensión. Le contó a su novio, también desocupado, entre
llantos lo ocurrido. La calmó con un abrazo y le dijo que la próxima vez que tuviese una
entrevista, él la acompañaría.
Sandra empezaba a comprender que no iba a ser fácil conseguir trabajo, que ser mujer
e inmigrante complicaba aún más las cosas, que había tenido suerte en salir con vida y
contar la historia. Cómo no había sido el caso de Sandra Ayala Gamboa, que fue
violada y asesinada el 17 de febrero de 2007, en el ex archivo del Ministerio de
Economía de la provincia de Buenos Aires.

El grito - Norma Píngaro

Puede ser que la tarde haya estado muy quieta, con esa falta de aire que se siente antes de la tormenta, cuando nuestros cuerpos, agua al fin, se arrastran pesados esperando el gran cambio. Lo cierto es que ella gritó.

Gritó fuerte, muy fuerte, como si su voz emergiera de su pecho, de sus mismas entrañas, desde cada célula, desde cada átomo, desde el fondo de su corazón.

 Y  no vayan a creer que fue un grito impostado, sonoro, vibrante, no, era un grito desgarrado, animal, gutural. Los que lo escucharon fruncieron su entrecejo, se apretaron las manos.

Su grito, el de ella, en esa tarde, salió a la vereda de baldosas negras y el vecino se asomó al balcón, siguió por la avenida humeante y ruidosa, cruzando por entre los autos, aturdiendo a los desprevenidos y angustiando a los solitarios. Llevaba encima todos los siglos de civilización, de cinturón de castidad, de miriñaque, de leyendas, de hogueras, de prejuicios, de huracanes, de velos, de mutilaciones, de abusos,de violaciones, de asesinatos e injusticias...

Su grito, no era sólo el suyo, era el de las campesinas sembrando con los niños a cuestas, el de las ejecutivas desabotonando las braguetas de los poderosos, el de las mujeres con cargas en sus cabezas, el de las doncellas de pies pequeños en un Oriente milenario, el de las modelos sometidas al hambre y al quirófano, el de las niñas sin estudio, el de las golpeadas, el de las humilladas...

Se dice que su grito, esa tarde fue el que despertó la lluvia que llegó al campo, donde se mezcló con el pasto y la tierra pegajosa, testigos mudos de tanto desamparo.

15/12/18

Treinta y cinco reales y zapatos rojos - Ana Caldeiro

Ella lo lleva de la mano, a él, que es tan rubio que la gente se da vuelta para mirarlo, sin
creer que vaya de la mano de la mulata de trenzas apretadas y sonrisa amplia. Van por la
calle principal y ella lo deja escaparse un poco, unos metros, con sus pasitos vacilantes
y contentos. Se aleja del camino y se asoma a la galería cubierta de azulejos de un
almacén, colgando las hamacas en tejido lánguido mientras cae la tarde y sus ocupantes
solo yacen sobre ellas, sin conversar. Ella lo deja, le gusta que eso pase. Finge correr
detrás de él y llegar avergonzada, tratando de recuperarlo. En realidad desea que entre,
que se plante frente a ellos como sabe hacer y exhiba sus ocho dientecitos en sonrisa
plena a modo de saludo. Y ella atrás ruborizada, cubierta la cara morena de un calor en
las mejillas que en realidad es orgullo, porque es lo único que tiene y es solo suyo. Su
blanquito, como le dice la buena Deviani. Casi lo único que Bernard quiso dejarle,
aunque nunca supo.
La casa es enorme. Tres cuartos, living, cocina, los baños. Hay que hacer el café de la
mañana, el almuerzo, la cena. Los jugos de frutas, la tapioca rellena y ese queso tan
caro, tan extraño, que Sandrinha lo gira entre sus manos fascinada, humedeciéndose los
dedos con el líquido suave y aceitado. Treinta reales al día. Treinta y cinco sin horario,
si acepta quedarse hasta que los ruidos de la casa se aquieten. Hasta que la noche, caída
desde las seis, se apodere del espacio al otro lado de los cristales y acune junto al viento
su regreso a paso lento, por las calles de piedra, hasta Guajirú. Y ella aceptó.
Él lo hace. Irrumpe en la galería con su carcajada suave de fruto prohibido, de saber a la
madre detrás de él. Y los ocupantes de las hamacas lo miran complacidos por la
sorpresa, incorporándose a medias para tender una mano y acariciar la cabeza rubia.
Ella llega atrás, solo unos segundos atrás, los necesarios, y sonríe, y saluda. Qué tal,
Sandrinha. Bien, bien. Y Sandrinha lo toma de la mano, lo conduce otra vez a la calle,
con su pañal y sus piecitos descalzos que ya se acostumbran a la mezcla caprichosa y
desordenada de arena y piedra.
Todo está listo. Ha quitado arena de la casa todo el día, alternando la tarea con el ir y
venir de la cocina, con los cuartos, las camas, la limpieza de los baños. Son cuatro
personas, dos matrimonios franceses que alquilan la casa por la temporada. Deviani
tuvo la idea. Ella trabaja desde hace tiempo en otra casa del condominio. Necesitan a
alguien para la temporada. Y por qué no, treinta y cinco al día. Suficiente para muchas
cosas. Con dieciséis años ya puede pensar en eso. Y se emociona cuando entra a la casa,
de tan linda que es. Nunca vio muebles como esos. Y las señoras son tan amables, tan
hermosas. Ella se prueba sus zapatos arriba, en los cuartos, cuando todos han bajado a la
playa. Los marrones, los azules. Los rojos, tan brillantes, tan cerrados y enteros. Tan
hermosos. Y se mira de soslayo en los espejos, casi con disimulo. Como si mirarse de
frente fuera pecado, al menos con esos zapatos.
Quedan dos calles para el camino por donde pasa el autobús. Tiene mucho que andar
todavía, porque dos calles son demasiado para los pasitos cortos y zigzagueantes de su
blanquito. Él se adelanta, una vez más, mientras ella se inclina sobre sus ojotas y sacude
la arena de entre los dedos. La cabeza gacha pero los ojos al frente, alcanzando posesiva
la espaldita blanca que vacila al borde de la calle, solo unos metros más adelante.
Y entonces entra Bernard, el más alto de los hombres. El mismo que le paga cada
noche, cuando ella ya empieza a pensar en la tibieza de su cuarto, en el parpadeo
azulado del pequeño televisor de Deviani que la envuelve hasta quedarse dormida, y que
a veces sigue prendido a las seis, cuando ella se despierta y empieza a vestirse, todavía
entre los sueños de la noche. Bernard la mira con la sonrisa cómplice en los labios, y
pone los zapatos rojos en una bolsa y se los regala. Ella no quiere, o sí, quiere, pero
tiene miedo de que la señora se enoje. Pero nada va a pasar, le dice él en su portugués
inseguro, balbuceante, casi cómico. Y Sandrinha acepta. Esa noche, treinta y cinco
reales y zapatos rojos. Y el bebé blanquito que sigue caminando, mirando hacia atrás de
vez en cuando para constatar la presencia de Sandrinha y su cuerpo moreno debajo del
sol, la cintura breve, las piernas esbeltas, los senos pequeños que Bernard acarició con
anhelo. Y Deviani que se enojó tanto. Ya se fueron, ya está. No habrá problemas. Pero
sí, porque Sandrinha ahora ve cambiar su cuerpo, ve crecer sus senos. Y Deviani que
sigue tan enojada, que ahora apaga el televisor temprano.
Ya casi llegan. Ella puede ver los autos altos, negros y grises, de vidrios oscuros,
remarcar el camino una y otra vez, como si estuvieran ahí solo para recordarle su
presencia, para guiarla hacia la carretera. Y él se escapa, una vez más. Pero esta vez
dobla adentrándose en el camino y ella lo pierde de vista. Sabe que irá, como siempre,
directo a sentarse. Pero apura el paso. Oye el motor de un auto detenerse por unos
segundos aunque ella no puede verlo, solo lo ve partir. Como si alguien se bajara, o
como si recogieran algo del camino. Como si recogieran algo del camino. Y ahora
corre. Esta vez sí quiere alcanzarlo. Frunce la frente con angustia repentina mientras
corre hacia la esquina, los pies envueltos otra vez en la arena de la calle. Y al doblar, su
cuerpo suspira, descansa: lo ve, más cerca de lo que esperaba. Se detuvo y mira en su
dirección, con la angustia de la madre reflejada también en su carita, consciente de
pronto de su ausencia. Ella corre y lo levanta, cierra los ojos y lo aprieta contra el
cuerpo. Alcanza a tientas el banco al costado del camino y se sienta a esperar el autobús,
apretándolo fuerte, fuerte, pensando sin saber por qué en los zapatos rojos. Los zapatos
rojos y brillantes.

#NOesNO - Claudia Ferradas

Así ha sido siempre.
Cuerpos donde otros marcan territorio
como gatos en celo.
Poseídos.
Cuerpos descartados.
Cuerpos pariendo a los hijos de nadie.
Cumpliendo los mandatos.
Cuerpos para el caudillo,
el capataz,
el jefe…
La presa del malón,
botín del enemigo.

El dolor de fluir.
Sangrar hasta diluirse.

“Es natural.
Si no querés, cubrite.
No levantes la vista,
y volvete invisible”.

¿Cuánto nos llevará entender
que un NO es siempre un NO,
que Adán es responsable si muerde la manzana,
que ya ardimos demasiado en la hoguera,

que nuestra piel es nuestra ,
que nuestro goce es nuestro,
y en la profunda caja de Pandora
queda la dignidad, no solo la esperanza?

14/12/18

Última vez - Verónica Martínez

Hace calor. La humedad que amenaza con matar pero no cumple, hace del día una
tortura. Los treinta y cinco grados de afuera se convierten en cincuenta adentro de la
casilla. Con una toalla húmeda al cuello y el ventilador soplando aire a punto ebullición,
Rosa amasa pan.
Mira de reojo el reloj de la repisa. Falta muy poco para las seis de la tarde. José llegará
en un rato y más vale que todo esté listo. Nadie quiere ver a José enojado.
El Colo y el Pelu están en el potrero. A los nueve y diez años, no importan ni el calor, ni
el sol resecando la tierra, levantando el polvo que ensucia las piernas pero no las ganas,
ni los retos de mamá al regreso.
Solo importa escaparse a la hora de la siesta para hacer bailar a la redonda y llevarse
una victoria contra los de la villa vecina.
Rosa se queja en silencio. Sigue, masa en mano, y apura la faena. Aprendió a callar una
noche en la que José se enojó porque le faltaba condimento al guiso. En un mismo
instante perdió dos dientes y las ganas de retrucar.
Mientras el horno termina de preparar el pan, llega José y pregunta por los chicos.
-Están en el potrero- responde una casi inaudible Rosa.
Escucha a José gruñir:
-Vagos de mierda.
Rosa sabe que ahora no puede responder, no debe. ¿O sí?
El mate está listo, el pan también pero José está cariñoso, a su manera, claro: sin besos,
sin mimos, sin abrazos. Ella conoce esa actitud y sabe que no puede negarse ¿O sí?
José avanza a Rosa por detrás. Le toca una teta, le pega un chirlo y de un brazo la lleva
hasta la cama, que está pegada a la cocina, que queda a dos pasos del diminuto
comedor.
Para José no existe la previa. Sólo le obedece a la urgencia de un miembro erecto donde
se agita un imperioso esperma.
Levanta el vestido de Rosa y se hunde un su carne una, dos, tres veces.
Rosa no tiene ganas pero no puede negarse ¿O sí?
José sigue en lo suyo y mientras tanto Rosa mira hacia la ventana. Quiere tener alas,
quiere volar hasta perderse de vista y aterrizar en el campo, en el pasto fresco de
Reconquista.
José se mueve con más fuerza, parece no cansarse. Le pide a Rosa que lo mire pero ella
no puede. Está en el verde de su campo natal y no quiere volver. José la obliga de un
cachetazo:
-¡Mirame cuando te estoy cogiendo, carajo! Para eso sos mi mujer
Rosa volvió en un parpadeo del campo a la casilla. La cara le duele y la voluntad está
sometida.
Recuerda que de una situación muy parecida, quedó embarazada del Colo. No quiere
otro hijo: casi se muere pariendo al Colo de imprevisto al octavo mes.
José eyacula con fuerza y enseguida guarda en la bragueta el miembro ahora fláccido y
húmedo.
-¡Preparate unos mates!- grita desde el baño-
Rosa se levanta como puede. Sabe que mañana habrá que inventar alguna excusa con
las vecinas para el explicar el moretón. No puede decir la verdad. ¿O sí?
José se sienta a tomar mate. Rosa le ceba los amargos callada, cansada, harta.
José habla de su trabajo y se queja porque el agua está tibia.
Rosa se levanta y pone la pava a calentar pero por dentro el alma grita:
– ¿Está tibia? ¡Calentala vos!

Los chicos llegan mugrientos y con hambre. Devoran con avidez el último pedazo de
pan. Rosa ni lo probó.
-Saluden a su padre y vayan a bañarse.
José no los besa. En su casa le enseñaron que eso era de putos y nadie quiere un hijo
puto, menos en una villa.
-Hagan caso a su madre- reciben por saludo. Eso y una revuelta de pelo cada uno.
José pregunta por la cena. Hay fideos con menudos de pollo y una salsa improvisada
con pimentón. La plata no alcanzó para tomates.
José y su mirada de desprecio. Rosa y su desprecio hacia el desprecio de José.
-Estoy podrido de la misma mierda. ¿Compraste vino?
Eso sí no podía faltar. La leche, sí; el tomate, también. Pero el tetra era sagrado.
-Sí, José… como siempre.
Rosa sirve la comida, quiere una cena en paz; mejor dicho, quiere paz. Los chicos
comen, José traga. El vino se acaba pronto pero hoy hay uno extra.
-Vayan a dormir, hijos. Ya es tarde- dice Rosa, rogando que no la contradigan.
El Pelu y el Colo hacen caso. Comparten una cama matrimonial separada por una
cortina de la cama de sus padres.
Rosa lava los platos con más paciencia que nunca. Entretanto, José babea la última gota
del segundo vino. En aquel momento Rosa recibe la señal que esperaba. Se asegura de
la borrachera, lo sacude. José está ido, no reacciona.
Entonces ella se apura y despierta a los chicos:
-Shhhh, no hagan ruido. Pongan algo de ropa en este bolso, no hagan ruido, por favor.
Rosa guarda los documentos de los tres y busca un rollito de plata, camuflado dentro del
costurero.
Está decidida: no más golpes, no más silencio, no más coger sin ganas, no más José.
Salen casi sin respirar, los tres en fila. Pero en la puerta, un José tambaleante los
detiene.
Arrebata a los chicos de las manos de Rosa y escupe una amenaza:
-No te vas a ningún lado ¿Entendiste? Nunca te vas ir de acá. ¿Me escuchaste, hija de
puta?
-¡Soltá a mis hijos! Soltalos ya o…
-¿O qué? Malparida, inútil… ¿O qué?
Rosa cierra los ojos, huele el pasto verde de Reconquista y siente como le crecen alas.
De repente, una fuerza misteriosa se agita visceral y se convierte en el impulso
necesario. Los brazos se extienden y las alas se despliegan.
Ante la mirada atónita y cobarde de José, Rosa cubre a sus hijos entre plumas blancas.
En un vuelo lento pero certero, salen de la casilla sin mirar atrás.
Mientras se eleva libre, etérea, despojada al fin de temores y sometimientos, se repite a
sí misma:
-Nunca es mucho tiempo.

Así estamos - Giselle Aronson

Llevamos siglos
de cosernos
la boca
los escotes
el deseo
las entrepiernas
las enaguas
la voluntad
las necesidades.
De tanto acumular injusticias
se tensaron los hilos
estallaron las costuras
se nos salieron
las carnes
las tetas
los gritos
la furia.
Ahora,
lo siento,
perdimos las agujas.

13/12/18

Convocatoria

Recibimos cuentos, extractos de novela, poesía, crónica narrativa de autoras mujeres que aborden la temática de género.
Extensión máxima: 6000 caracteres con espacios. Poesía: equivalente a una carilla A4.
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Mi única heroína en este lío - Brenda Wainstein

Era común que te vieran corretear por ahí, saltando de silla en silla o de mesa en mesa, te daba igual, vos sabías ir de a allí para allá, ...