29/12/18

Al sur (fragmento de la novela Yo estuve en el Diluvio) - Leticia Otazúa


La vida atravesó las edades y nació Marlene. Nació bailando.
Temprano, miraba sus brazos y decía: “¡este mecanismo es una maravilla!”. Y bailaba.
Bailaba. Alimentó su cuerpo con perfumes, esencias y ternura, y en cuanto pudo, lo
compartió en el amor. En ocasiones, sus compañeros quisieron engañarla con mentiras
mundanas, provocando sus celos y enojos. Ella aceptó enojarse pero no dejó de amar.
“¿A quién se le habrá ocurrido que el amor se asegura?”, me decía una y otra vez con su
encantadora sonrisa. Y la sonrisa respondía a su pregunta retórica. A esa sangre de la
abuela Elsa que corría en ella, sangre que escandalizó otras épocas, que soportó golpes y
humillaciones, Marlene la transformó en arte de amar.
Su inclinación artística y trashumante la llevó a recorrer el mundo con las compañías que la
contrataban. No todos fueron éxitos, pero el movimiento la nutrió siempre. Desde el
momento en que pisaba tierra nueva se sentía renacer, jugaba a ser otra. Siendo tantas se
encontraba a sí misma.
En una de sus funciones fue madre y tuvo una niña delgada y grácil como ella, pero con
ojos tan profundos que había que respirar hondo para sostener su mirada. La niña de
Marlene nació amarrada a la tierra, vino con raíces en los pies. Y una vez habló en el
idioma de la sensatez: “Acá me quiero quedar”, dijo. Su madre al comienzo no entendió y
siguió boyando un tiempo entre ciudades y amorosos brazos, mientras su niña le seguía el
vuelo con sus ojos negros. Hasta que el hilo de su barrilete se fue juntando de a poquito y
aprendió a bailar en el mismo lugar.
Pueblo antiguo el que eligió Marlene, pueblo de piedra y tierra, de ladrillos desparejos que
copian el color del suelo. Soleado siempre con sol de siesta.
Los paisanos andan con la cabeza gacha, vigilan que sus pies sigan llevando el ritmo de un
paso después de otro, entre una y otra piedra del camino. Los pensamientos, circulares y
lentos, siguen a los pasos. De vez en cuando, un paisano levanta la mirada y la suspende en
las montañas; ve más allá de las cuestiones cotidianas, y luego vuelve a ellas para
comprobar que todo siga igual: el sol, las imperturbables montañas, el cielo lejano.
Los turistas detienen sus travesías en el pueblo de Marlene, bajan de los vehículos para
alborotar el silencio de las calles, sacar fotos a las casas detenidas y filmar los rostros
impasibles de los lugareños que guardan con cuidado el dinero derramado, a sabiendas de
que debe durar hasta el próximo contingente. Ese escaso dinero les permitirá comer,
alumbrarse un poco y sostener la vida en los hogares, donde a puertas cerradas se practica
el ritual de la servidumbre: mujeres que sirven a los hombres cuando están bebidos y
cuando no, mujeres que no saben que podrían salir de allí con pasos de baile, poquito a
poco y con disimulo, hasta perderse más allá de las montañas sin otra obligación que
servirse a sí mismas. Pero se quedan bajo el peso del silencio que cae sobre sus hombros
encalleciendo el cuerpo y achicando el alma. Se quedan, quizás, porque sus madres y sus
abuelas se han quedado junto a los hombres que las eligieron.
Cuando Marlene llegó bailando con una niña de ojos profundos de su mano, levantaron la
mirada con pesadez de mula y el convencimiento de que el tiempo y la tierra del lugar
harían su trabajo.
Que dio comienzo cuando Marlene se enamoró del primer lugareño joven que la envolvió
en su poncho seductor. A pesar de su experiencia y sus hábitos libres, tal vez cediendo al
embrujo del lugar, se acurrucó entre los humos delirantes del placer, mojadita de vino,
adormeciendo hasta los sueños.
Y el poncho seductor abrió los brazos como para cubrirla pero debajo se hizo la noche. Un
pájaro negro de pico y garras inclementes ocupó su lugar; se oscureció la habitación de una
sola vela. El hombre mostró otro rostro, otra mirada y otra intención.
Días eternos se alimentó el pájaro de las ideas y los sentimientos de la mujer. Unas y otros
arrancaba despacito, simulando ternura, dando tregua necesaria para que se ablandaran y
entregaran a su hambre voraz. Luego, los masticaba. “¿Cuándo una idea brillante saldrá de
ti?” “Jamás he oído nada que valiera la pena.” “No eres tan buena como dices, mira lo que
has hecho.” “No llegarás a ninguna parte con tan pocas fuerzas.” “Sin mí, no eres nada.”
Y Marlene se cubrió de tierra para ser del lugar, se empequeñeció, aprendió a arrastrar los
pies, encorvó la espalda, se calzó la mirada de animalito asustado.
Pero su niña observaba todo. Y un día dijo: “Mamá, vámonos de acá”. La joven madre giró
lentamente la cabeza, se detuvo un largo rato en aquellos ojos que le recordaban algo,
antiguo y sepultado. Le costaba reaccionar, pero su hija volvió a decir: “Ya vámonos,
mamá”.
Las mujeres anteriores a Marlene, las que hablaban en su sangre y las que gastaron las
piedras con sus pies cansados se juntaron; el silencio de tantas mujeres golpeadas y
humilladas ejerció presión en su garganta. Un grito ancestral tomó a su niña de la mano,
atravesó montañas, movilizando espíritus, ahuyentando sombras, despertando a la tierra,
llamando a los duendes, sacudiendo tallos y flores mientas cuatro pequeños pies pasaban a
la carrera, hacia el sur, hacia la tierra de las mujeres fuertes.
Al pájaro las alas no le alcanzaron para volverla, porque apenas pisó el sur, Marlene fue
envuelta por la fortaleza femenina, miles de brazos sabios forjaron el cerco que la escondió
hasta que pudiera limpiarse y recuperar los pasos de baile.
Al ver que no llegaba con las alas, el pájaro negro envió al sur su triste historia de niño
golpeado y torturado, de inocencia mancillada por su propio padre. Envió la historia
buscando compasión y un lugar en la belleza de Marlene.
Pero el abrazo de todas le aclaró la visión. Y la mujer recuperada pudo otra vez, como
siempre, perdonar y volver a amar.
Aunque ya no al mismo hombre.

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