11/1/19

Una putita menos - Macarena Saenz Valenzuela

Desde que un compañero de primaria me desprendió el corpiño en medio de una clase de gimnasia y la directora de la escuela me quería convencer que era un halago que el chico no sabía expresar, comprendí que el hecho no era la supuesta atracción del pibe hacia mí, lo que había molestado era mi camiseta de fútbol, roja como la sangre, con un gran 9 plasmado en la espalda y el apodo  en letras blancas: Pancho Guerrero.

Años después lo vi claro como el agua, que lo que molestó no era mi corpiño, molestó que como mujer quiera jugar al fútbol y que reclamara como una igual un puesto en el equipo. El chico sólo hizo lo que le habían enseñado desde chiquito – los nenes con los nenes, las nenas con las nenas. Corría el año 94, Menem hacía campaña por su segunda presidencia y nosotros teníamos 9 años.

En el 2003 Kirchner nos venía a proponer un sueño, y yo estaba haciendo el CBC en Ciudad Universitaria, ahí pude vislumbrar el fenómeno de otra manera, que ese adoctrinamiento que habían tenido años atrás conmigo se trasladaba a todas las esferas de mi vida: un novio, al negarme a ir de vacaciones con él, me encerró en una habitación, un grupo de pibes en un bar me quería cobrar peaje para ir al baño, que en los recitales estar adelante me era hostil  y los profesores, hombres en su mayoría, después que hacía una intervención en clase – es válido aclarar que fue en la Facultad de Ciencias Sociales, lugar que brama por la igualdad de género- me preguntaban si había ido a un colegio universitario, cuando ponía cara de bronca y contestaba de manera irreverente (sólo para ocultar mi impotencia)

- No, fui a un colegio parroquial en el interior del país

Volvían los ojos para atrás y con algún comentario misógino lograban regresarme a ese lugar que el macho progre tanto disfruta, el de la minita. El trabajo tampoco fue un lugar seguro, un jefe – sí, uno nac and pop – me hacía llamar por su secretaria a su oficina, cuando llegaba en tono burlón me preguntaba si estaba depilada para poder empezar una orgía. También en tono de “chiste” me preguntaba si quería chuparle la verga. Ante mi profunda cara de orto el disciplinamiento era doble, mis congéneres ridiculizaban mi indignación y así me devolvían a ese lugar que me correspondía, una mujer no puede hablar, no puede ocupar espacio público y menos hacerlo sola.

Con el devenir de disciplinamientos, me costó pero logré pasar de la indignación y la injusticia a la acción. Dejar de considerarlo un problema individual para pasar a entenderlo como una cuestión pública y, por lo tanto, política.

La calle, la noche y los taxistas han sido los exponentes más violentos de estas situaciones. Me han apoyado en un colectivo, me han tocado el culo en subte y se han masturbado adelante mío en un tren, sin embargo y mal que me pese,  los taxis siempre fueron peor. Volvía de vacaciones y un señor arriba de su auto negro y amarillo nos persiguió, a mí y a una amiga, durante cuadras gritándonos  “Sidosas, son la escoria de esta ciudad. Ustedes traen la mugre. Bien que les gusta coger...”.

Estar arriba de un taxi tampoco fue la excepción, era un día horroroso de calor porteño, me subí a un taxi y una vez arriba el señor taxista, comenzó a tirarme los perros. La situación fue horrible, pero conocida para la mayoría de las mujeres.

-Pero qué hace una señorita cómo usted por acá? No le gustaría salir un día conmigo?

El desenlace fue lo peor, mi silencio desembocó en la siguiente pregunta

-No le gustaría ir a un telo conmigo, con este calor imagínese usted y yo entre unas sábanas y aire acondicionado. Conozco uno que queda acá a mitad de cuadra...

En ese momento exacto pegó el volantazo y se dirigía al Albergue Transitorio. No terminó de doblar que me aferré a la mochila, abrí la puerta y me tiré del taxi en movimiento. El portazo que pegué a la puerta fue terrible y el raspón de mi rodilla también. El asco me quedó impregnado hasta hoy día.

Ir en bicicleta fue la peor. Yo pedaleando contenta y el chofer cuentapropista comenzó a tocarme bocina hasta que logró que me salga de la bicisenda y  que vaya bien cerquita del cordón. En lugar de “pasarme” y seguir su camino, comenzó a andar más lento, al mismo tiempo, me hablaba groserías. En un momento me subí a la vereda para que se vaya. Atónito me gritó “si te chocaba era una putita menos”... 

7/1/19

Colonia - Bárbara Raimondi

Cuando María y Corina me dijeron que iban a ir a la colonia de vacaciones que organizaba la escuela en diciembre,  a mi también me dieron ganas.
Me animé a pedirle a mi papá que me anotara. Se quejó de que era un poco cara, pero al final aceptó. El verano del final de sexto grado iba a ser especial. A  los quince días en la costa y a las zambullidas en la pileta de lona en la terraza de casa, se le sumaba algo más: una semana de juegos y pileta con amigas y profes de la escuela. Eso era diversión asegurada.

La colonia empezaba el primer lunes, después del último día de clases. Nos pidieron que llegáramos temprano a la mañana y nos juntáramos en la puerta del colegio. El micro escolar naranja nos iba a llevar al Club Ciudad de Buenos Aires. Sólo teníamos que llevar una malla, una toalla, un par de ojotas y un poco de plata por si queríamos comprarnos algo.

Al llegar al club hicimos unos juegos grupales para conocernos mejor, nos asignaron una nena de jardín, una “ahijada”, para que cuidáramos y ayudáramos durante la semana. Eso sólo nos los pedían a las más grandes, a las más responsables. Yo fui “madrina” de una nena pelirroja, con pecas, que se llamaba igual que yo, Carla. 

Cerca del mediodía empezó a hacer calor, así que agradecimos cuando los profesores nos dijeron que era nuestro horario de pileta. Fui con Carla hasta el vestuario, le puse la malla y le abrí la ducha.  Le acomodé las ojotas enfrente de sus pies para que no se las pusiera al revés y le llevé la toalla hasta la pileta. Entramos de la mano. De a poco las demás madrinas con sus ahijadas fueron llegando. Jugamos todas juntas, hasta que las más grandes decidimos  hacer la vertical, mientras las más chiquitas nos miraban.

Era difícil mantener el equilibrio. A veces lo lográbamos y a veces no. Por suerte Daniel nos ofreció ayuda. Nos dijo que nos iba a sostener los tobillos, así nos salía bien derechita. También nos sugirió que fuéramos a la parte más baja, de esa manera cuando hiciéramos la vertical, la cintura y las piernas nos iban a quedar fuera del agua e iba a ser más fácil para él, sostenernos.

Hicimos una fila. Yo era la última. Tuve la oportunidad de ver qué bien les salía la vertical a mis amigas, ahora que Daniel las ayudaba. Cuando fue mi turno, tomé aire, metí las manos y la cabeza en el agua y empujé las piernas para arriba. No con mucho impulso, porque no quería darle una patada en la cara a mi profesor de educación física. Sentí como Daniel me agarraba fuerte de los tobillos, uno con cada mano y me daba unos tirones hacia arriba para que estirara las piernas y pusiera la espalda derecha. Sentí que había hecho la mejor vertical de mi vida y que mis amigas me lo iban a confirmar cuando saliera del agua. Pero eso iba a tener que esperar. No pude levantarme, Daniel seguía sosteniéndome de los tobillos y ahora podía sentir como con un movimiento rápido me separaba las piernas y  me corría la malla . Había sido sin querer? Quizás sólo el agua? Una broma de mis amigas? Tal vez mi imaginación, porque cuando las miré a la cara, ninguna dijo nada. Daniel nos mandó rápido a cambiar al vestuario. La agarré de la mano a Carla y la llevé conmigo. Carla me miraba fijo. 

Durante el almuerzo, la ayudé a cortar la milanesa y a servirse agua, también le puse un poco de sal a sus papas fritas. Con mi plata, le compré un helado.
Cuando fuimos a las canchas de volley, me sentí asqueada y eso que no había comido nada. Daniel me dijo que soltara a mi ahijada y que entrara a la cancha a jugar. Le expliqué que prefería sólo mirar. Me insistió, yo me volví a negar. Se enojó y me empezó a gritar que era una alumna difícil, que no cumplía órdenes, que complicaba las cosas y que si no iba al día siguiente acompañada de mi mamá al colegio, no iba a poder subir al micro. Tuve ganas de llorar, pero Carla estaba ahí y no quise asustarla.

A la mañana siguiente mi mamá fue a hablar con Daniel. No sé qué le habrá dicho. Ella sólo decía que sí con la cabeza. Yo la vi desde la ventanilla del micro, sentada al lado de Carla.

5/1/19

Oquedad - Micaela Vignolo

Mire muchas veces la escena desde arriba.
En blanco y negro
En viñeta difuminada
En mute
Con los ojos y dientes bien apretados.
Chirriantes
Cuanto más miedo le tenés a la oscuridad, más te hundís en ella
En el recuerdo casi no se oía nada
Con el tiempo fui limpiando esa memoria
Fui liberando esos párpados y pude ver con claridad esa oscuridad que me rodeaba
Agudicé mis oídos, el murmullo que se escuchaba en la lejanía, como en una catedral, pasó de ser un vago serpenteo a un claro y caliente jadeo que me escupía la inocencia.
Unos párpados caídos y otros bien abiertos protagonizaron la noche boca arriba.
Escuchar Atmospheres de Ligeti es la imagen perfecta. Al toque se te viene un agujero negro, un mármol en bruto esculpido cada tanto por un atisbo de luz.
Las explosiones de la obra son para mí esa luz deteniéndose e inmortalizando su desagradable rostro.
La pieza se loopea junto con el recuerdo, jadeos incesantes, cada vez más rápidos, más arriba, más caliente,más adentro, más dolor.
Un grito que no sale.
Y un crack! ... que congela mi respiración.
Una página en blanco fue mi cuento por mucho tiempo. O 27 segundos de oscuridad. O simplemente el final de la obra: El silencio.
La brecha entre la confianza y el autoestima, precedida por el éxtasis del dolor...

Completamente rota.

Mi única heroína en este lío - Brenda Wainstein

Era común que te vieran corretear por ahí, saltando de silla en silla o de mesa en mesa, te daba igual, vos sabías ir de a allí para allá, ...