15/12/18

Treinta y cinco reales y zapatos rojos - Ana Caldeiro

Ella lo lleva de la mano, a él, que es tan rubio que la gente se da vuelta para mirarlo, sin
creer que vaya de la mano de la mulata de trenzas apretadas y sonrisa amplia. Van por la
calle principal y ella lo deja escaparse un poco, unos metros, con sus pasitos vacilantes
y contentos. Se aleja del camino y se asoma a la galería cubierta de azulejos de un
almacén, colgando las hamacas en tejido lánguido mientras cae la tarde y sus ocupantes
solo yacen sobre ellas, sin conversar. Ella lo deja, le gusta que eso pase. Finge correr
detrás de él y llegar avergonzada, tratando de recuperarlo. En realidad desea que entre,
que se plante frente a ellos como sabe hacer y exhiba sus ocho dientecitos en sonrisa
plena a modo de saludo. Y ella atrás ruborizada, cubierta la cara morena de un calor en
las mejillas que en realidad es orgullo, porque es lo único que tiene y es solo suyo. Su
blanquito, como le dice la buena Deviani. Casi lo único que Bernard quiso dejarle,
aunque nunca supo.
La casa es enorme. Tres cuartos, living, cocina, los baños. Hay que hacer el café de la
mañana, el almuerzo, la cena. Los jugos de frutas, la tapioca rellena y ese queso tan
caro, tan extraño, que Sandrinha lo gira entre sus manos fascinada, humedeciéndose los
dedos con el líquido suave y aceitado. Treinta reales al día. Treinta y cinco sin horario,
si acepta quedarse hasta que los ruidos de la casa se aquieten. Hasta que la noche, caída
desde las seis, se apodere del espacio al otro lado de los cristales y acune junto al viento
su regreso a paso lento, por las calles de piedra, hasta Guajirú. Y ella aceptó.
Él lo hace. Irrumpe en la galería con su carcajada suave de fruto prohibido, de saber a la
madre detrás de él. Y los ocupantes de las hamacas lo miran complacidos por la
sorpresa, incorporándose a medias para tender una mano y acariciar la cabeza rubia.
Ella llega atrás, solo unos segundos atrás, los necesarios, y sonríe, y saluda. Qué tal,
Sandrinha. Bien, bien. Y Sandrinha lo toma de la mano, lo conduce otra vez a la calle,
con su pañal y sus piecitos descalzos que ya se acostumbran a la mezcla caprichosa y
desordenada de arena y piedra.
Todo está listo. Ha quitado arena de la casa todo el día, alternando la tarea con el ir y
venir de la cocina, con los cuartos, las camas, la limpieza de los baños. Son cuatro
personas, dos matrimonios franceses que alquilan la casa por la temporada. Deviani
tuvo la idea. Ella trabaja desde hace tiempo en otra casa del condominio. Necesitan a
alguien para la temporada. Y por qué no, treinta y cinco al día. Suficiente para muchas
cosas. Con dieciséis años ya puede pensar en eso. Y se emociona cuando entra a la casa,
de tan linda que es. Nunca vio muebles como esos. Y las señoras son tan amables, tan
hermosas. Ella se prueba sus zapatos arriba, en los cuartos, cuando todos han bajado a la
playa. Los marrones, los azules. Los rojos, tan brillantes, tan cerrados y enteros. Tan
hermosos. Y se mira de soslayo en los espejos, casi con disimulo. Como si mirarse de
frente fuera pecado, al menos con esos zapatos.
Quedan dos calles para el camino por donde pasa el autobús. Tiene mucho que andar
todavía, porque dos calles son demasiado para los pasitos cortos y zigzagueantes de su
blanquito. Él se adelanta, una vez más, mientras ella se inclina sobre sus ojotas y sacude
la arena de entre los dedos. La cabeza gacha pero los ojos al frente, alcanzando posesiva
la espaldita blanca que vacila al borde de la calle, solo unos metros más adelante.
Y entonces entra Bernard, el más alto de los hombres. El mismo que le paga cada
noche, cuando ella ya empieza a pensar en la tibieza de su cuarto, en el parpadeo
azulado del pequeño televisor de Deviani que la envuelve hasta quedarse dormida, y que
a veces sigue prendido a las seis, cuando ella se despierta y empieza a vestirse, todavía
entre los sueños de la noche. Bernard la mira con la sonrisa cómplice en los labios, y
pone los zapatos rojos en una bolsa y se los regala. Ella no quiere, o sí, quiere, pero
tiene miedo de que la señora se enoje. Pero nada va a pasar, le dice él en su portugués
inseguro, balbuceante, casi cómico. Y Sandrinha acepta. Esa noche, treinta y cinco
reales y zapatos rojos. Y el bebé blanquito que sigue caminando, mirando hacia atrás de
vez en cuando para constatar la presencia de Sandrinha y su cuerpo moreno debajo del
sol, la cintura breve, las piernas esbeltas, los senos pequeños que Bernard acarició con
anhelo. Y Deviani que se enojó tanto. Ya se fueron, ya está. No habrá problemas. Pero
sí, porque Sandrinha ahora ve cambiar su cuerpo, ve crecer sus senos. Y Deviani que
sigue tan enojada, que ahora apaga el televisor temprano.
Ya casi llegan. Ella puede ver los autos altos, negros y grises, de vidrios oscuros,
remarcar el camino una y otra vez, como si estuvieran ahí solo para recordarle su
presencia, para guiarla hacia la carretera. Y él se escapa, una vez más. Pero esta vez
dobla adentrándose en el camino y ella lo pierde de vista. Sabe que irá, como siempre,
directo a sentarse. Pero apura el paso. Oye el motor de un auto detenerse por unos
segundos aunque ella no puede verlo, solo lo ve partir. Como si alguien se bajara, o
como si recogieran algo del camino. Como si recogieran algo del camino. Y ahora
corre. Esta vez sí quiere alcanzarlo. Frunce la frente con angustia repentina mientras
corre hacia la esquina, los pies envueltos otra vez en la arena de la calle. Y al doblar, su
cuerpo suspira, descansa: lo ve, más cerca de lo que esperaba. Se detuvo y mira en su
dirección, con la angustia de la madre reflejada también en su carita, consciente de
pronto de su ausencia. Ella corre y lo levanta, cierra los ojos y lo aprieta contra el
cuerpo. Alcanza a tientas el banco al costado del camino y se sienta a esperar el autobús,
apretándolo fuerte, fuerte, pensando sin saber por qué en los zapatos rojos. Los zapatos
rojos y brillantes.

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