14/12/18

Última vez - Verónica Martínez

Hace calor. La humedad que amenaza con matar pero no cumple, hace del día una
tortura. Los treinta y cinco grados de afuera se convierten en cincuenta adentro de la
casilla. Con una toalla húmeda al cuello y el ventilador soplando aire a punto ebullición,
Rosa amasa pan.
Mira de reojo el reloj de la repisa. Falta muy poco para las seis de la tarde. José llegará
en un rato y más vale que todo esté listo. Nadie quiere ver a José enojado.
El Colo y el Pelu están en el potrero. A los nueve y diez años, no importan ni el calor, ni
el sol resecando la tierra, levantando el polvo que ensucia las piernas pero no las ganas,
ni los retos de mamá al regreso.
Solo importa escaparse a la hora de la siesta para hacer bailar a la redonda y llevarse
una victoria contra los de la villa vecina.
Rosa se queja en silencio. Sigue, masa en mano, y apura la faena. Aprendió a callar una
noche en la que José se enojó porque le faltaba condimento al guiso. En un mismo
instante perdió dos dientes y las ganas de retrucar.
Mientras el horno termina de preparar el pan, llega José y pregunta por los chicos.
-Están en el potrero- responde una casi inaudible Rosa.
Escucha a José gruñir:
-Vagos de mierda.
Rosa sabe que ahora no puede responder, no debe. ¿O sí?
El mate está listo, el pan también pero José está cariñoso, a su manera, claro: sin besos,
sin mimos, sin abrazos. Ella conoce esa actitud y sabe que no puede negarse ¿O sí?
José avanza a Rosa por detrás. Le toca una teta, le pega un chirlo y de un brazo la lleva
hasta la cama, que está pegada a la cocina, que queda a dos pasos del diminuto
comedor.
Para José no existe la previa. Sólo le obedece a la urgencia de un miembro erecto donde
se agita un imperioso esperma.
Levanta el vestido de Rosa y se hunde un su carne una, dos, tres veces.
Rosa no tiene ganas pero no puede negarse ¿O sí?
José sigue en lo suyo y mientras tanto Rosa mira hacia la ventana. Quiere tener alas,
quiere volar hasta perderse de vista y aterrizar en el campo, en el pasto fresco de
Reconquista.
José se mueve con más fuerza, parece no cansarse. Le pide a Rosa que lo mire pero ella
no puede. Está en el verde de su campo natal y no quiere volver. José la obliga de un
cachetazo:
-¡Mirame cuando te estoy cogiendo, carajo! Para eso sos mi mujer
Rosa volvió en un parpadeo del campo a la casilla. La cara le duele y la voluntad está
sometida.
Recuerda que de una situación muy parecida, quedó embarazada del Colo. No quiere
otro hijo: casi se muere pariendo al Colo de imprevisto al octavo mes.
José eyacula con fuerza y enseguida guarda en la bragueta el miembro ahora fláccido y
húmedo.
-¡Preparate unos mates!- grita desde el baño-
Rosa se levanta como puede. Sabe que mañana habrá que inventar alguna excusa con
las vecinas para el explicar el moretón. No puede decir la verdad. ¿O sí?
José se sienta a tomar mate. Rosa le ceba los amargos callada, cansada, harta.
José habla de su trabajo y se queja porque el agua está tibia.
Rosa se levanta y pone la pava a calentar pero por dentro el alma grita:
– ¿Está tibia? ¡Calentala vos!

Los chicos llegan mugrientos y con hambre. Devoran con avidez el último pedazo de
pan. Rosa ni lo probó.
-Saluden a su padre y vayan a bañarse.
José no los besa. En su casa le enseñaron que eso era de putos y nadie quiere un hijo
puto, menos en una villa.
-Hagan caso a su madre- reciben por saludo. Eso y una revuelta de pelo cada uno.
José pregunta por la cena. Hay fideos con menudos de pollo y una salsa improvisada
con pimentón. La plata no alcanzó para tomates.
José y su mirada de desprecio. Rosa y su desprecio hacia el desprecio de José.
-Estoy podrido de la misma mierda. ¿Compraste vino?
Eso sí no podía faltar. La leche, sí; el tomate, también. Pero el tetra era sagrado.
-Sí, José… como siempre.
Rosa sirve la comida, quiere una cena en paz; mejor dicho, quiere paz. Los chicos
comen, José traga. El vino se acaba pronto pero hoy hay uno extra.
-Vayan a dormir, hijos. Ya es tarde- dice Rosa, rogando que no la contradigan.
El Pelu y el Colo hacen caso. Comparten una cama matrimonial separada por una
cortina de la cama de sus padres.
Rosa lava los platos con más paciencia que nunca. Entretanto, José babea la última gota
del segundo vino. En aquel momento Rosa recibe la señal que esperaba. Se asegura de
la borrachera, lo sacude. José está ido, no reacciona.
Entonces ella se apura y despierta a los chicos:
-Shhhh, no hagan ruido. Pongan algo de ropa en este bolso, no hagan ruido, por favor.
Rosa guarda los documentos de los tres y busca un rollito de plata, camuflado dentro del
costurero.
Está decidida: no más golpes, no más silencio, no más coger sin ganas, no más José.
Salen casi sin respirar, los tres en fila. Pero en la puerta, un José tambaleante los
detiene.
Arrebata a los chicos de las manos de Rosa y escupe una amenaza:
-No te vas a ningún lado ¿Entendiste? Nunca te vas ir de acá. ¿Me escuchaste, hija de
puta?
-¡Soltá a mis hijos! Soltalos ya o…
-¿O qué? Malparida, inútil… ¿O qué?
Rosa cierra los ojos, huele el pasto verde de Reconquista y siente como le crecen alas.
De repente, una fuerza misteriosa se agita visceral y se convierte en el impulso
necesario. Los brazos se extienden y las alas se despliegan.
Ante la mirada atónita y cobarde de José, Rosa cubre a sus hijos entre plumas blancas.
En un vuelo lento pero certero, salen de la casilla sin mirar atrás.
Mientras se eleva libre, etérea, despojada al fin de temores y sometimientos, se repite a
sí misma:
-Nunca es mucho tiempo.

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